La Montaña de las Maravillas.

10 de diciembre de 2008

Quiso el universo que aquella nueva alborada fuese adornando el aire de un minúsculo polvo dorado. Bajo un infinito pañuelo de celeste seda, se alzaba virgen y esplendorosa una montaña esmeralda. Como antesala se pronunciaban verdeados montículos repletos de zarzamoras. Por entre las retamas moraban unas nerviosas lagartijillas que presumían de ser las guardianas del entorno.

Junto a mi acompañante en aquel viaje, y apoyándome en una rama que tomé a modo de bastón, comencé a ascender por un sendero. Era un pintoresco camino salpicado de blancas piedras, tan blancas y radiantes que me hubiesen dañado la vista de haberlas observado con mis ojos físicos. Me incliné para escrutarlas, al tacto eran de una extraña suavidad, tan sutil que sólo pudieron ser esculpidas por los dedos de un artístico dios vivo. Sin duda, el más virtuoso de los escultores.
Rociados con la gracia de un sol de media mañana, anduvimos un rato, y siempre flanqueados por la azulina sombra que proyectaban los hermosos chopos y encinas que crecían en la linde del camino.

Poco a poco mi voz se iba entrecortando, y mi piel se encendía por el sofoco del trayecto. Pero más se encendió mi espíritu de asombro cuando al fin, a mi izquierda, empecé a escuchar un insistente cascabeleo de aguas. Habíamos hallado el río. Entusiasmados como infantes excursionistas, decidimos abandonar la senda para precipitarnos por la oscura y frondosa vegetación que se extendía casi al borde de la estrecha cuenca. Pero nos fue imposible llegar al agua, pues entre las piedras de la ribera, unas zarzas rojas se levantaban imponentes, como para proteger con su vida aquel tesoro de la acuciante mano del hombre.

En su rama, un aquietado pajarillo de plumas blancas y añiles hacía aún más exótico y misterioso el panorama. Varias cascadas derramaban sobre el río su cortinaje de plata, en una eterna dedicación al encanto. Entre la húmeda hierba de la orilla brotaban unas pequeñas margaritas salvajes, de un amarillo tan intenso como la mirada de fuego de un búho en la noche, y tan bonitas que no habría amante que en su incertidumbre de pasiones se atreviese a deshojarlas.

Recuerdo que mientras buscábamos la ruta para retomar el ascenso por la montaña, de pronto sentí un agarrón. Mi cabello se había enredado en un arbusto. Pensé que sería una señal, como para advertirme de que todo lo que me estaba aconteciendo era una verdadera ofrenda que me hacía la vida. Fue como si en un tirón de orejas me hubiesen dicho: "oye, pendejo. Este muestrario de paz enamorada que hoy se te revela no es para que sea desechado en el primer arrebato que vivas, sino para que lo incorpores en tu corazón por siempre.

Con arcilla en los pantalones y un ligero apetito por el desgaste, culminamos la subida. Allí en la cumbre, el manantial surgía con una dinamica transparencia, como si en cualquier tramo en el que nos lo encontrásemos anhelara seguir seduciendo con su vigor y alborozo. Unos albergues de piedra lisa, austeros y escasos de utensilios, se repartían por la explanada. Después de curiosear en las ruinas de una antigua ermita, un deleitoso sonido dirigió nuestras cabezas hacia la derecha. "¡Hola!", nos había dicho una lozana muchacha, que paseaba en soledad, y envuelta en un largo vestido de tonos corintos. El eco de su musical saludo, y una espléndida sonrisa en sus labios manifestaba la alegría y la dulzura de quien vive en alianza con los latidos de su pecho, y sin duda, en completa comunión con la sagrada fuerza de aquel lugar. "¡Hola!", respondimos abiertamente.

Más tarde, y ya durante el descenso, casi flotando e inmersos en un semi-estado de contemplación, volvimos a divisar nuevas piedras, pero esta vez de un color rojizo. Parecían como si definitivamente se hubiesen rendido ante tanto sortilegio, dejándose teñir por la vaporosa y atardeciente luz de un día que avanzaba.

Un perdido y escueto prado situado en un claro del bosque se hallaba vestido con sus mejores galas. Sobre él, un impoluto manto tejido con miles de flores blancas rezumaba, en su silencioso existir, la magnificencia de lo ínfimo. La más elevada vibración de la naturaleza. Era manzanilla silvestre. Pude descubrir que ninguna ceremonia lució jamás alfombra más elegante que aquella.
Proseguimos la aventura. Nuestros sentidos se expandían en una absoluta entrega. Yo no quitaba oído a ningún ruido que proviniese de la tierra, y de las altas copas cuajadas de yemas y nidos de aves. El paisaje era una auténtica fiesta de matices, aromas, sonidos y tonalidades. Especies herbáceas de perfumes mentolados crecían junto a unos sempiternos castaños. Ululantes mariposas de alas anaranjadas se recreaban en cada flor. Plantas de hojas laureadas ofrecían suculentos frutos de un violeta rosado.

Tras una bajada en desnivel, y cuando inocentes creíamos que el peregrinaje se estaba consumando, de nuevo el destino nos quiso desvelar una última joya. Una vez más se nos había cruzado el río. Ahora fluía ante nuestros tambaleantes cuerpos, pero en esta ocasión sin fortines que lo custodiasen. Sentí que generosamente había desplegado para nosotros su mágica estampa. Era más luminoso, profundo y lento que en la cima. En una apacible fase de ensoñación nos sentamos en su borde rocoso. Los rayos de un sol vespertino dibujaban fantasías entre sus propios haces, los que parecían confabular con las aguas. Su luz flotaba sobre la corriente como una balsa de energía líquida. Sendas cascadas discurrían esbozando una rítmica sinfonía. A ambos lados del río, se acumulaban rocas tapizadas de un verde y brillante musgo. Más al interior, y frente a los árboles, nacían unas enanas campanillas lilas. En un impulso me descalcé, y hundí mis pies entre las gélidas ondas del agua, en un intento por fusionarme con todo ese universo de amor que a mi alrededor coexistía. Ni en mis sueños más románticos habría ideado un lugar tan insólito y especial, perfecto para retirarse a meditar, o a cultivar la escucha interior. O mucho más sencillo, para acudir con luna llena, en buena compaña, y bajo las estrellas de una madrugada de julio, a desgranar conversaciones íntimas.

Aquella noche al acostarme y tornar los párpados, comenzaron a flashear en mi mente las improntas de cada recuerdo, cada sensación vivida. Tras una vaga neblina iban sucediéndose todas las imágenes que de alguna forma me llegaron en aquel bienaventurado día: el pajarillo azul, el prado de las manzanillas, el río acariciando mis pies, la muchacha junto al santuario...

Jubiloso, sólo pude dar gracias al cielo por haber sido espectador de una obra tan magistral. Prometí contarlo, y luego me quedé dormido.

Escrito por: Juan An

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