El Sentido del Agradecimiento

4 de febrero de 2009

Cuenta un sabio refrán que es de bien nacido ser agradecido. También dice la letra de una canción: “Gracias a la vida, que me ha dado tanto, me ha dado la marcha de mis pies cansados.”



Mas oí a un místico musitar, que antes de la paz debe ser la gracia. Dar las gracias hace que se temple un alma humilde. Aquel que ejerce la gratitud, su rostro es suave, y lleno de claridad. Sin embargo, es la queja el pan nuestro de cada día, y paradójicamente ocurre en las sociedades más desarrolladas. Pues es lamentable ver las penitencias de personas arrastrando carretas llenas de demandas y exigencias que, naturalmente, nunca pueden ser saciadas. Se convierte en un querer y no poder. Y lo más grave, a mi parecer, es que el ser quejumbroso cohabita con una humanidad carente de todas las comodidades que él posee, y ya no sólo sin que muestre compasión alguna, sino que por el contrario con desprecio, o recelo en el mejor de los casos, porque el velo que cubre sus ojos no le deja contemplar algo más que no sea su aureola de importancia personal. Así es, mientras unas personas van a comprar a la frutería, cabizbajos y enfadados porque se les chafó la excursión a la nieve, otras dan gracias con lágrimas en los ojos porque al fin han podido llegar solos hasta la frutería, con la ayuda de unas muletas. Tal vez el acostumbramiento en el que nos vamos sumergiendo toscamente, y la pérdida de asombro hacia los acontecimientos de la vida cotidiana, y por supuesto el egocentrismo desmedido, nos ha llevado a valorar tan sólo lo exaltante, la grandilocuencia, la exuberancia emocional. El deber es desaprobado como un mal que hay que abolir porque no dignifica al ser humano, y los derechos siempre individuales, por supuesto, son los logros que mejor representan los principios de democracia y libertad.




Hay tantos motivos para dar gracias, a pesar de las crisis económicas, y a pesar de que todas las conjunciones lunares, planetarias, astrológicas y universales conspiren exclusivamente contra uno, (¡Qué importantes somos! ¿Eh?) que no habría excusa para tanta protesta, para tantos derechos, para tanto aburrimiento , para tanta aspiración a aburguesarse sin ser burgueses.¿Acaso no es un privilegio tener un colchón caliente donde poder forjar los sueños más prodigiosos, y los besos cómplices de una pasión liberadora? ¿Acaso no es un lujo casi inmerecido poder abrir un simple grifo cada mañana y que mágicamente brote un manantial de agua caliente? Son miles las mujeres y los niños que diariamente tienen que caminar más de veinte kilómetros, cargados con bidones, para conseguir un poco de agua contaminada con la que poder beber y cocinar. ¿Acaso no es una suerte poder vestir en cada jornada prendas limpias y nuevas a nuestro antojo? Pero es tanto el inconformismo y la ingratitud que nos atrevemos a romper la ropa o a comprarla ya con jirones y agujeros, porque de ello hemos hecho o nos han impuesto una moda de estética miserable.


El sentido de gratitud ante los alimentos lo despreciamos cuando hacemos a nuestro paladar selectivo, admitiendo unos alimentos y rechazando otros. O en tendencias como la gula, o en el extremo contrario la inapetencia o el miedo a engordar. Tal es la inconciencia ante la gracia que es en sí el alimento , que en los restaurantes “Self-Service” tienen que penalizar a los comensales que se marchan dejando los platos llenos de comida.¡Qué vergüenza!Díganme, y no es vana sensiblería, si no es motivo para dar gracias el que nos regalen la posibilidad de admirar las infinitas cúpulas de estrellas que adornan cada madrugada. Una obra que va más allá de cualquier expresión artística y de todas las maravillas reconocidas por la UNESCO, un fascinante espectáculo de magia sin truco, una danza mística de estelas, destellos y explosiones, de milagrosos verdes, rojos y dorados, que no desisten en llamar a despertar nuestra atención.Quiero culminar con un cuento que oí no hace mucho a un Bahai, y dice así:


Una vez el Señor de la Vida vino al mundo encarnado en un mendigo harapiento, y adentrándose en un pueblo llegó a la casa de un humilde zapatero. Tras saludarle, le pidió si podría arreglarle sus sandalias gratuitamente, ya que no tenía monedas con las que pagarle. El zapatero le respondió que de ninguna manera, pues ya estaba cansado de hacer favores sin remuneración alguna. Se lamentaba profundamente de ser humilde y de tener pocos recursos con los que sacar adelante a su familia. Entonces el mendigo le explicó:- Bueno, en realidad, si tú quieres, yo puedo darte cinco mil dólares a cambio de tus brazos.
El zapatero dudó un instante y luego le contestó que si hacía eso cómo iba a poder comer solo, cómo podría jugar a las cartas, y como iba a acariciar a sus hijos. El mendigo, después de oírlo dijo:

- Pues te compro los ojos a cambio de un millón de dólares.

El zapatero lo rechazó explicándole que cómo podría a partir de ahí trabajar, caminar sin tropezar y ver el amanecer. El vagabundo le ofreció tres millones de dólares a cambio de sus oídos. Pero el hombre no aceptó con el argumento de que sin oídos no podría escuchar los cantos de los pájaros ,ni cuando llaman a la puerta, ni la risa de su esposa. Entonces el mendigo le dijo:

- ¿Ves ahora, amigo, lo afortunado que eres y todos los tesoros que te entregó la vida?

Desde aquella hora, el buen hombre vivía dando gracias por cada respiración que el cielo le regalaba.

Muchas gracias .


Escrito por: El Juan An.

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