Sorpresas Te Da la Vida, en Re Mayor.

15 de abril de 2009

Por: El Juan An.





"Sorpresas te da la vida, la vida te da sorpresas."


Así es, y aunque esta letrilla pertenece a una canción que siempre me pareció bastante bonita, no solía ser en mí, una constante el impresionarme con el panorama musical que acompañaba mi adolescencia, ni siquiera mi recién estrenada adultez, que exclusivamente fue consolada con los levitantes himnos de El Ultimo de la Fila, y los sonidos más vampíricos del pop británico, que tanto me conmovió, y lo sigue haciendo.

Pero como digo , sorpresivamente, y cuando mí sensibilidad musical empezaba a resignarse iremediablemente a las melodías más insípidas y desganadas de la historia del arte, y me refiero a la adolecida época de los 90, el destino me regaló algo que me haría nacer a sensaciones musicales que jamás pensé que existían. Era como tener el mar frente a ti cuando el bochorno veraniego te aploma y no reconocer que esas aguas pueden ser un bálsamo de frescura en tu piel.

Porque, aunque la música clásica siempre estuvo ahí, intentando coquetear con mis sentidos, nunca me atreví a probar su pócima, ya que ponía resistencia a esa enmarañada marea de notas, desprovistas de guitarras y baterías, de las que mis oídos no hacían lectura. Y a esas carátulas de discos , muchas veces en tonos ocres y marrones y que mostraban los rostros languidecidos de unos músicos anticuados y demasiado alejados para mi “body”, en el tiempo y en la estética. Y fue gracias a un inquietado personajillo de aspecto desaliñado, melómano de pro, de esos apasionados, que se montan su propio opus, tocando el violín con una paletilla de jamón y una percha, y dicho sea de paso, que se ha convertido en uno de mis amigos más adorados, ahora soy yo quien fermenta en pasiones, dirijiéndo delante de la mini-cadena, la inconmensurable Júpiter de Mozart con una aguja de mi madre, de las de hacer punto de media.

Recuerdo que me quedé absorto cuando por primera vez, escuché completa la novena sinfonía de Beethoven, La Coral, obra que fue compuesta cuando el músico Alemán, ya estaba más sordo que el jefe de máquinas de un barco mercante. ¿Cómo podía ser eso posible? Es como si un nota con 37 dioptrías en cada ojo pintara uno de los frescos más impresionantes de la historia y se quedara tan a gusto.

Todo el mundo opina que la locura es un mal indeseable, pero no es del todo cierto. Si no, que se lo pregunten a los amantes de la obra de Schumann, que merced a que tenía un buen plomillazo dado, desgranó monumentales melodías, que de haber estado cuerdo, tal vez no las hubiese cazado jamás de entre las musas. Y si no fuera porque me gusta más una mujer que a Martina Lavratilova, os confesaría que los conciertos para flauta de Antonio Vivaldi, hoy me entran solos por el culito y sin vaselina.

Una vez mi compadre Rafa, el inductor de mi afición a este universo de los clásicos, me hablaba de la inacabada octava sinfonía de Schubert, y me decía que ningún estudioso se ponía deacuerdo en cuanto a los motivos que llevaron al genio a dejar a medias aquella composición. Mi amigo sin embargo opinaba con mucha gracia que los dos primeros movimientos eran unas piezas tan bellas que no tuvo cojones de terminarla. ¡Qué lástima que el chiquillo duró menos que una saliva en una plancha! Pero seguro que en su inmortalidad, que la tiene, sigue haciendo sus famosas Schubertiadas, bordando hermosos Lieder en las tabernas del cielo. Quizá, la única pega que le pongo a esta manifestación artística surgida en la vieja Europa, es que huele demasiado a huevos, en detrimento de las mujeres compositoras, que existieron, pero que desafortunadamente una vez más quedaron encerradas en la cajita musical del olvido.

Declaran los entusiastas, que la música es la vida, y en cierto modo, razón no les falta. Y sería una celebración que los jóvenes conocieran y se empaparan del legado de dos siglos que fueron brillantes para este género, del cual, el poder cultural y económico, les ha sabido privar, ofertándoles una única cara de la moneda.

La música clásica es un presumido camino de inflorescencias, donde cada pentagrama se inunda de fantasías cromáticas, pues hay música de cualquier color. Se componían Sonatas doradas, Adagios azules y misas púrpuras.

Y yo he aprendido a amarla, desplegando los lienzos vírgenes de mi corazón, para que sean impresos de su gloria.

Ahora sé navegar sobre impetuosas escalas que se proyectan como deidades hacia las estrellas. Ahora siento como vibran mis entrañas cuando mi espíritu se aventura entre acordes de nácar que van acunando notas de frenesí. Y cada cierto tiempo , en la noche, cuando un claro de luna me va robando los suspiros, suelo preguntarme sobrecojido, ¡Oh, Dios de los Cielos! ¡¿Cómo habría sonado para el mundo la décima sinfonía de Beethoven?!

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Precioso todo esto, mi amigo Juanillo Ming.

Dentro de poco volveré a la península y nos beberemos un vaso como dios manda..

Un abrazo

El Sepi

Oscar y Goya dijo...

delicioso recorrido de Blades con la vida y sus sorpresas hasta los clásicos, me ha ancantado ya verás esa Salzburg de Mozart de sinfónicas de oeste en la catedral. Vivaldi me abrazo de cría!!!!!..... en fin mucho material para un vino en la plaza.
Lo he disfrutado mucho ;). Un abrazo amigo mío